Liam Neeson

Acaba de hacer un lustro que nos dejó Natasha Richardson, hija de Vanessa Redgrave y del fundamental Tony Richardson y esposa de un gigante irlandés con ojos de botón que de chaval se rompió la nariz boxeando. La idea es que Liam Neeson, sacudido en su metro noventa y tantos, habría decidido entonces que no iba a quedarse de luto en casa, y de intervenir en franquicias cutres como las de Batman o Star Wars pasó a incorporar hombres resolutivos entre la aflicción y la rabia, personajes de una pieza que le distanciarían del Schindler dichoso, del Michael Collins aquél que creo que era un nacionalista y del Darkman de Raimi que, aunque yo no, parte de mi generación atesora cual a criatura clásica y atormentada de Mary Shelley (a quien Natasha, por cierto, había encarnado en su primer trabajo para la pantalla).

Natasha, que tenía sonrisa de sin querer, caudalosa y vital, murió en la nieve a los 45 años, y desde entonces solemos comentar que a su marido ese desahucio existencial le ha llevado a enlazar un peliculón detrás de otro, aunque esto no es más que una ilusión porque la última, sin ir más lejos, es una peli muy mala, un hilván de añagazas bobas para una peripecia que no llega a alzar el vuelo aunque ocurra a treinta mil pies. Si moderamos la euforia hemos de precisar que en todo este tiempo sólo ha dado dos piezas indispensables, la fabulosa Infierno blanco y, justo antes de irse Natasha, la que contiene la clave de esta errónea percepción nuestra: Venganza, una película tan furiosa, persistente y brava que es que parecen que son cien. Como sea, en apenas cinco años el actor ha conseguido forjarse un perfil trágico de tal altura que parece que actúa con un espectro a su vera. Intrépido y melancólico Neeson.

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