A sus más de noventa años, dice Michel Piccoli que él se encuentra muy bien, pero que se siente indignado por no poder seguir haciendo películas ya que se lo impiden médicos y compañías de seguros.

Cualquier película en la que aparezca Michel Piccoli vale siete veces más que una película corriente. Si además se trata de uno de sus títulos olímpicos (Dillinger ha muerto, La gran comilona, Tamaño natural, París-Tombuctú, El trío infernal, Themrock; son unos cuantos a entresacar de una filmografía de más de doscientas películas), si es alguno de esos títulos extraordinarios, decía, todo el cine anterior queda neutralizado frente al espectáculo de un hombre trabajando, moviéndose la vida entera frente a esa herramienta aparatosa y enigmática que es la cámara, ignorándola a la vez que la tiene tan en cuenta para que observemos la evolución íntima del hombre, de sus personajes, nuestro reflejo en ellos.

Piccoli, que es el mejor actor que en el mundo ha sido, decidió en un momento dado de su trayectoria prescindir de agente artístico porque pensó que nadie más que él debía planificar su carrera, y porque nunca le habían parecido claras y honestas las sugerencias de esos personajes, organizadores del trabajo ajeno como ahora lo son esas personas de su entorno que ponen la vida en el centro de la vida, los médicos por curarse en salud y las compañías de seguros, catastrofistas, según sus augurios y su dios verde. Esa gente que prima la vida en salmuera cuando la vida sería un asunto inadmisible sin las películas, y más sin las películas de Michel Piccoli.

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