Otoño. Tiempo de cosecha. El consumidor todo lo quiere nuevo. Descarta las piezas picadas porque se ven feas y en ello está olvidando que los pajaretes no se equivocan, que su herida garantiza el mejor fruto.

En los corrillos de los festivales se me llevan los demonios cuando escucho que una película tiene errores de dirección, que otra no se saca partido a sí misma, que le sobra metraje o que no está bien resuelta en las subtramas. Incluso he oído decir que ésta o aquélla pierde fuelle en el tercer acto “pese a su estimulante dispositivo formal”. Cosas así. Puede que yo mismo haya escrito ese tipo de mierdas, parodias en torno a la gramática que se usan para enmascarar la mediocridad propia, la falta de talento como espectador. Eso no quita para que me ponga enfermo cuando las leo porque sé que no es de recibo, que el cine no es ciencia y que lo estamos debilitando con esta fiebre de someter las películas a los manuales de guión, a las endemoniadas escuelas de cinematografía y al mero artefacto. La cultura dirigida es peor que su ausencia.

El año va recogiendo y se hace oír ese consumidor satisfecho como un buda que aspira a películas como vehículos, seguras, aerodinámicas y con dirección asistida. Servidora, como espectador viejuno y gastado, me quiero sentir lejos del pollopera de los mecanismos, me encuentro en otra parte y las prefiero tocadas, erráticas, admito que me confundan, que me crucen como una era nuclear y que lo sean profundamente pero que no parezcan humanas. El otoño otra vez, que azota.

En CINEMANÍA