Creo que era de Billy Wilder: si en pantalla aparece un armario, es imprescindible que haya calcetines limpios en los cajones. Aunque estos no vayan a abrirse en ningún momento de la película.

Hoy no ocurre, pero hubo un tiempo en que se dio mucho un cine que se pasaba esa norma por la brinca. Era un cine de grado cero, en obra vista y siempre adscrito a los géneros que por tradición gustan al espectador sencillo, comedias apresuradas y policiales fungibles, nunca un drama porque el drama, es lo que tiene, siempre se ha tomado muy en serio a sí mismo, siempre lleva preparada una muda. En aquellas películas despreocupadas, en cambio, los personajes hacían las cosas y en sus acciones los íbamos conociendo. Eran frecuentes los retratos nobles; francos, quiero decir. Las mujeres eran buenas aunque fueran malas y los hombres se robaban las novias pero seguían siendo amigos. A menudo estaban interpretados por actores regulares, profesionales del oficio que del gesto hacían carácter, como se ha hecho siempre en el teatro, donde se sabe y se acepta que todo es mentira, que ese es el camino a la verdad.

Viendo anoche una de aquellas películas olvidadas e inolvidables, un personaje afligido abandonaba la casa del romance cargando con su viático: una maleta en la que se suponía llevaba el peso de su historia sentimental. Podrían haberla llenado de periódicos viejos, de piedras, de ratas muertas, pero no metieron nada por desidia, porque para qué. El personaje maneja un equipaje descaradamente ingrávido del que el espectador no puede apartar la mirada mientras crece en él un desalojo, una sensación de vacío enorme y elocuente, ridículo e insoportable, manifestando en su resonancia que en el cine, como en la vida misma, el realismo puede llegar a ser una auténtica carga afectiva.

En CINEMANÍA

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