La música más bruta y más tosca que he escuchado en mi vida ha sido el rock radikal vasco que de críos escribíamos así, con esa consonante impostada en arma blanca, esa letra K que tanto se usaba entonces como una navaja suiza abierta para mostrar disconformidad, una pequeña transgresión entre lo ortográfico y la ortopedia y al fin y al cabo la única manera que teníamos los niños maristas de sentirnos anarquistas o bolcheviques o sabe dios qué cosa que nos queríamos. En verdad no teníamos ni idea de nada, pero el panorama pintaba muy feo y la cuestión era protestar.
Grupos como Eskorbuto nos cantaban a los niños de mi generación para que no nos durmiéramos. Nos daban unos rudimentos y unas proclamas, unos desgloses, un escupe a las banderas y una saciedades semánticas que nos encandilaban en destilados como “la gente compra armas para defenderse de más gente que compra armas para defenderse…”. Lo bueno de aquellas canciones era que se podían vocear a pleno pulmón y en toda su furia, mientras las de fuera solo podíamos chapurrearlas, tararearlas como rumiantes o, cuando alguna empezaba a obsesionarnos, buscarla en el diccionario para armar algo parecido a una traducción que por lo general, de tan obvia, nos hacía plantearnos si no habría sido más sensato encaminar nuestros gustos, en lugar de hacia los géneros duros, hacia el soul sedoso o la sofisticación mod.
La fiebre del rock radical vasco me duró un año, el de los trece, calculo, pero el punquismo que ahora escribo castellanizado, aunque lo ponga en cursiva porque ya soy un señor, anidó en mí para siempre y me llevó a otros abrevaderos, a muchas músicas, y antes me hizo apreciar la belleza despojada de las chicas punk rock, su carita de nada y su porte de tres acordes, me aprendí el movimiento uniforme de aquellas faldas tableadas con imperdibles por mariposillas y anhelé sus besos con sabor a revolución. Todo muy lírico y muy adolescente. La llamada de la naturaleza nos empezaba a conformar, aunque conformes no íbamos a estar nunca.
En Las más macabras de las vidas, el espléndido documental de Kikol Grau en torno a Eskorbuto, banda que siempre se resistió a que se la considerase parte de nada, se recogen documentos de aquella época de transición para ilustrar un discurso que más elocuente no podía ser, pero que la película amplifica en su compulsión de imágenes enajenadas (a veces con una calidad infecta que se ríe en la cara de la pamplina del HD, que es como que te llamen bobo pero en mayúsculas) donde la ficción, la realidad y la propaganda se hacen indistinguibles. Más o menos lo que Valle llamó esperpento.
El tiempo nos dará la razón y nosotros estaremos muertos, cantaban Eskorbuto, y hoy lo hace esta película que nos recuerda que este país es todavía una gran pocilga pero que nosotros, como ya avisamos, somos los mismos que cuando empezamos.
Para el Festival Internacional de Cine de Gijón
diciembre 2, 2015 at 12:20 pm
Me sorprende para bien que la épica decadente de Eskorbuto encuentre hoy una recepción capaz de propagar las resonancias de una actitud que ya en el apogeo de su recorrido era tortuosa de abrazar. Desde su nihilismo legañoso y con el único compromiso, satisfecho hasta lo rufianesco, de mantener una provocación que sufría sobredosis de desgarro existencial, a mí, chico de provincias, me costó varios añitos más desengancharme del magnetismo abisal de estos verdaderos homicidas en reflexivo.
No llegué a verlos actuar porque la automedicación de las cloacas les pesaba demasiado en las arterias y yo eludía comprobar sobre el escenario la encarnación lógica de su apasionada proclamación antitodo. Por puro orgullo de descarrilamiento fueron más allá del punk y demostraron, a fuerza de desengaños, que esta subcultura, como cualquier otro movimiento tocado por el éxito, adolecía de no pocas imposturas fundacionales y continuistas, algo que por entonces no era tan fácil detectar y mucho menos de aceptar por parte de los simpatizantes.
Quien esto escribe, sobrevivido a sí mismo en el mirador de la mediana edad, observa a los chavales del presente, amaestrados en la omnipresencia de las pantallas mientras se les licúa la sangre con Actimel, y no puede dejar de experimentar el impulso de increparles un histórico «¡chillad más, cojones!», o de fruncirse el alma en plan tétrico para recordarles esos Felices días de tu vida. No es que nosotros, me refiero a los fabricados en los setenta, fuésemos mejores que los autómatas publicitarios de hoy; solo estábamos deficientemente programados, hecho que favorecía la existencia de una reserva virgen de espacio mental de donde podían escaparse las razones salvajes de un vigor indómito. Cuidado, no es lo mismo quedar con los colegas para hacer pintadas subversivas en los lomos de una comisaría que juntarse a berrear en un pabellón deportivo.
Excelente artículo, Rubén.
diciembre 6, 2015 at 4:46 pm
Estábamos deficientemente programados, ahí lo clavas. O así quiero creerlo. Gracias por comentar!